Cada una de mis obras pintadas a mano empieza con una idea, una chispa, una conexión con un personaje que me marcó. A veces es un pedido especial, otras veces simplemente aparece en mi cabeza y sé que necesito pintarlo. Es un proceso largo, pero que disfruto de principio a fin.

Primero investigo, aunque a la mayoría de estos personajes ya los conozco y los llevo adentro. Luego diseño un boceto digital para ver colores, detalles y composición. Cuando siento que tengo lo que buscaba, empiezo a preparar los stencils: cada color, cada capa, cada línea.

Esa parte artesanal —la del calado con bisturí— es de las que más me conecta con lo que hago. Requiere tiempo, precisión y mucha paciencia. Una vez listos, paso a la pintura con aerosoles y, si la obra lo necesita, sumo detalles finales con marcadores o acrílicos.

Crear un cuadro así lleva entre tres y cuatro semanas, pero es un tiempo que abrazo. Porque cada pieza que nace en el taller es única, lleva mi impronta, mi energía y algo que quiero compartir con quien la vea. Es arte urbano llevado al lienzo, con técnica de stencil y todo el corazón.